El suelo del hospital era bastante frío y casi húmedo. Por otra parte mi dolor no se podía definir como propiamente físico pues estaba plenamente impregnado de ausencia, de ausencia de casi todo lo que fui; se trataba de un dolor intenso, como el rugido de una fiera pero constante, de una constancia particular que se parecía a la del aire, que te abarca de una forma tan discreta que prácticamente pasaba necesariamente inadvertido. En aquella habitación me acompañaba mi propio ser, el que narra ahora en primera persona, quien lo vive, quien lo ve, y aunque entonces pareciera estar muy lejos seguía siendo yo en algún recóndito lugar de mí mismo, y era sin duda consciente, tanto o más que en este preciso instante.

La noche helada y desagradable empezó a colgar también graves relámpagos del cielo. La habitación se estremecía a cada golpe de rayo externo y se iluminaba de un estrepitoso azul eléctrico y escalofriante que atavesaba sin apenas resistencia el doble acristalamiento de persiana arriba y bajo llave.

Probablemente debía de ser otoño pero esto no me quedaba del todo claro. Lo único que verdaderamente deseaba saber con exactitud era si saldría de aquel lugar tan desolador y cuándo, aunque en realidad prácticamente acababa de llegar y, como parece obvio de muy mala gana y por la fuerza, ansíaba de todo corazón poder estar ya de vuelta en mi habitación. ¡Qué realmente extraña se me antojaba dicha situación! Para más inri creía que debía salvar el mundo pero estaba allí sintiéndome un enorme despojo de mi ser y de todo lo humano (e inhumano claro está). También y sobre todo me encontraba privado de libertad y esto era bastante difícil de llevar.

¿Cómo alguien que se presumía tan grande podía haber acabado de este modo? Me decía mientras buscaba una explicación inalcanzable a aquel inenarrable estado. Esto debía de sostenerse sobre los brazos de alguna lógica aplastante que yo creía desconocer. Entonces tapé totalmente mi cabeza bajo aquella fina y levemente destejida sábana de color blanco nuclear y me dispuse a dejarme mecer por estos y otros pensamientos que balanceaban los hipotéticos columpios de tan profunda y estúpida cuestión.

Habían pasado unas horas desde que entré y las drogas recreativas parecían haber dejado paso en mi ahora parco cerebro a pesados fármacos de muy escasa psicoatividad que me inducían a una paz boba y babosa, y poco a poco ya al sueño.

Mientras tanto afuera la tormenta no cesaba.

Dr. Fénix.